miércoles, junio 28, 2006

Viaje al centro de la Tierra (1864), de Jules Verne


  
En el año de 1864 se publicó el segundo de los Viajes extraordinarios, el proyecto mastodóntico de Jules Verne de crear una enciclopedia del saber universal en forma de novelas de aventuras, bajo la égida del editor Hetzel. Este segundo viaje fue Viaje al centro de la Tierra (Voyage au centre de la Terre), al que había antecedido en un año Cinco semanas en globo (Cinq semaines en ballon), cuyo éxito fulgurante permitió a Verne dedicarse de lleno a su obra, un sueño que llevaba gestándose muchos años ya en su imaginación.

Viaje al centro de la Tierra es una de mis novelas favoritas de Verne, y si me dejo arrebatar por la pasión, no pararé de decir que la mejor de las suyas que he leído y una de mis predilectas en lo que al género de aventuras se refiere. Aunque no solo de este género, pues Viaje al centro de la Tierra también es una fabulosa novela fantástica. En cualquier caso, intentaré no desbordarme y detallar, en la medida de mis posibilidades, por qué esta novela provoca en mí y en otros lectores este sentimiento romántico tan poco científico, tan poco verniano. Al menos en apariencia.

Ya desde el inicio de esta obra Verne da muestras de su genialidad literaria: el magnífico retrato de Otto Lidenbrock, el inolvidable científico despistado, colérico, impaciente, con problemas de pronunciación, por completo ajeno al mundo que le rodea y solo pendiente de rocas y minerales, estudio en el cual cuando se halla enfrascado resulta el más desagradable y despótico de los hombres. Es un retrato que podría parecer antipático, pero Verne pone la descripción, todo el peso del punto de vista de la novela, en manos del joven Axel, sobrino de Lidenbrock, que impregna de simpatía y buen humor todo lo que nos cuenta. Sentimos así que, a pesar de sus múltiples defectos, se puede querer a semejante personaje: nos contagia su cariño. Los primeros capítulos resultan modélicos al respecto. Entramos de lleno en la cotidianidad de nuestros protagonistas justo el día en que ese quehacer cotidiano y metódico resulta pulverizado por un hallazgo que devendrá el detonante de la aventura, del viaje posterior.


Que el punto de vista adoptado por Verne para narrarnos el devenir de la historia sea el de Axel es otra muestra de genialidad. Porque Axel es el propio lector de Verne, ávido de conocimiento y, si bien reacio al principio, más adelante se nos mostrará anhelante de aventuras, de descubrimientos: esto es, el lector frente a la obra de Verne. Pero también es el lector ese Axel comodón y desconfiado que de continuo cuestiona la delirante aventura. Sus dudas y los razonamientos usados contra su tío son utilizados por Verne para rebatir y convencer al lector menos predispuesto a creer lo que se nos narra. La fe en el buen resultado de la expedición que al final invadirá a Axel es también de esta forma la del lector reticente, el cual ganado por la pasión ya no pondrá en duda, por ejemplo, que en el cono de un volcán en ignición la temperatura máxima sea de 70º centígrados. Axel es la mezcla paradójica del distanciamiento y el entusiasmo.

El tercer aventurero es Hans, el guía islandés. El compañero perfecto, el que nunca cuestiona las decisiones de Lidenbrock porque siempre confía en su inteligencia, que nunca se arredra ante el peligro. Pero no es un mero adorno, un simple recurso, el hombre de acción que está ahí para que todo se solucione: él representa la inteligencia práctica y resolutiva, esa que consigue que los sueños se pongan en pie, se tornen realidad.

En lo que respecta a los personajes y a lo que estos representan y al estilo de Verne, recomiendo vivamente el Apéndice de Eduardo del Tío incluido en la edición de Anaya, colección Tus Libros. En estos dos aspectos debe ser considerado modélico.

La aventura nace del criptograma del islandés Arne Saknussemm, “un sabio del siglo XVI”, “un célebre alquimista”, escrito sobre un pliego de papel oculto en un libro, un ejemplar manuscrito del Heins-Kringla de Snorre Turlesson, “la crónica de los príncipes noruegos que reinaron en Islandia”. Que todo parta del encuentro y resolución de un criptograma, o que uno de estos aparezca en algún momento de la trama, no es algo inhabitual en Verne. Admiraba El escarabajo de oro (The Gold Bug, 1843) de Edgar Allan Poe y, como a su maestro, le gustaba recurrir a este artificio casi mágico para dar más emoción y misterio a sus aventuras. Así se van desvelando los secretos de la misma.


Pero Verne amaba también el resto de la obra de Poe. El mismo año de la publicación de Viaje al centro de la Tierra, 1864, Verne daba a la imprenta Edgar Poe y sus obras (Edgar Poe et ses oeuvres). Hay más rastros de esta pasión confesa en Viaje al centro de la Tierra. Así, las “lecciones de abismo” que el profesor Lidenbrock le hace tomar a su sobrino, o cuando este se inclina sobre la chimenea central del volcán Sneffels, el camino que han de seguir en su viaje, y piensa: “La sensación del vacío se apoderó de todo mi ser. Sentí que me abandonaba al centro de gravedad y que el vértigo me subía a la cabeza como la embriaguez. Nada hay más embriagador que la atracción del abismo.” Como bien nos ha enseñado Poe en su relato El demonio de la perversidad (The Imp of the Perverse, 1845): “Estamos al borde de un precipicio. Miramos el abismo, sentimos malestar y vértigo. Nuestro primer impulso es retroceder ante el peligro. Inexplicablemente, nos quedamos. En lenta graduación, nuestro malestar y nuestro vértigo se confunden en una nube de sentimientos inefables. Por grados aún más imperceptibles esta nube cobra forma, (...). Pero en esa nube nuestra al borde del precipicio, adquiere consistencia una forma mucho más terrible que cualquier genio o demonio de leyenda, y, sin embargo, es solo un pensamiento, aunque terrible, de esos que hielan hasta la médula de los huesos con la feroz delicia de su horror. Es simplemente la idea de lo que serían nuestras sensaciones durante la veloz caída desde semejante altura. Y esta caída, esta fulminante aniquilación, por la simple razón de que implica la más espantosa y la más abominable entre las más espantosas y abominables imágenes de la muerte y el sufrimiento que jamás se hayan presentado a nuestra imaginación, por esta simple razón la deseamos con más fuerza. Y porque nuestra razón nos aparta violentamente del abismo, por eso nos acercamos a él con más ímpetu. No hay en la naturaleza pasión de una impaciencia tan demoníaca como la del que, estremecido al borde de un precipicio, piensa arrojarse en él.” Ahora se comprende mejor por qué Alicia cayó por la madriguera del conejo (aunque bien mirado, aquí estamos quizá ante un caso de inconsciencia fruto del aburrimiento de una tarde estival y la curiosidad nacida de ver a un conejo mirando su reloj y corriendo porque llega tarde a alguna parte...). Pero bueno, a lo que íbamos: la atracción del abismo. Normal, ¿no? Yo la siento varias veces al día. Casi tanto como la atracción que en mí provoca el divagar...

Seguimos con Poe. Cuando Axel se pierde en las entrañas del planeta, atrapado en la más terrible oscuridad: “No puedo describir mi desesperación. No hay palabra en ninguna lengua humana que pueda restituir mis sentimientos. Estaba enterrado vivo, sin otra perspectiva que la de morir entre los tormentos del hambre y la sed.” No, no es un fragmento de El entierro prematuro de Poe. Es, sí, Viaje al centro de la Tierra, de Jules Verne.


La soledad e inmensidad de los caminos subterráneos, las vueltas, las rutas que llevan a pasos cerrados, el desánimo que aflora a cada paso, y que a cada paso es vencido, es narrado por Verne con morosidad (en el tramo final de la novela el estilo de Verne cambia, la trepidación de la aventura, la velocidad toma forma en frases cortas y rápidas que parecen precipitarnos al mismo ritmo que a nuestros protagonistas), transmitiendo así las sensaciones de esfuerzo y lucha de los héroes, de los espacios vastos y desconocidos que deben recorrer. La impresión de hollar lugares nunca visitados por el hombre está conseguida a la perfección: la aventura en estado puro. El sentido de la maravilla no puede resultar más intenso.

Verne hace poesía de las listas de materiales que precisan nuestros aventureros para el viaje. Hace poesía de los nombres de rocas y minerales. Poesía abisal, poesía de lo profundo, poesía de lo que se antoja desconocido, pero también de lo cotidiano. Y todo regado con un fantástico sentido del humor: no hay página en la que el lector no esboce una sonrisa. Hasta en los momentos de mayor peligro. Es fácil entender que los viajeros no se desanimen, no desfallezcan, porque esa fuerza que los mueve Verne la transmite al lector con perfecto detalle, dedicación y cuidado. Los momentos de flaqueza son barridos por el incontenible deseo de conocer la verdad: el objetivo fundamental de la ciencia. Y de la poesía. Poesía que llega a lo metafísico, pues parece no haber límites para Verne, en el magnífico momento en que Axel sufre una prodigiosa alucinación mientras navegan por el mar interior, bautizado Lidenbrock, en el cual el joven se retrotrae al origen mismo de la Tierra e incluso más allá...


El carácter “iniciático” que muchos han visto en esta obra de Verne responde a su equiparación con diversos autores clásicos, a “veladas” alusiones a la masonería y a la propia estructura y concepción de la novela, el viaje de aprendizaje de Axel. Carácter este que comparte con muchas obras de aventuras, desde La isla del tesoro (Treasure Island, 1883) de Robert Louis Stevenson hasta El diamante (Moonfleet, 1898) de John Meade Falkner, pasando por la sensacional (y desafortunadamente muy olvidada) Huracán en Jamaica (A High Wind in Jamaica, 1929) de Richard Hughes, o el El Señor de los Anillos (The Lord of the Rings, 1954) de J. R. R. Tolkien, ya en un ámbito más tradicionalmente fantástico. El  mismo hecho de que todas las novelas de aprendizaje permitan semejante juego de interpretaciones “iniciáticas” (no se trata de negar las posibles claves esotéricas ocultas, sino de que esto no añade calidad a una novela) resta fuerza, a mi modesto entender, a un análisis de Verne desde este punto de vista, interesante y erudito, sí, pero que en el fondo parece querer ocultar o avergonzarse de lo que Verne es por encima de todo: un magnífico escritor de novelas de aventuras. Poco para muchos, anhelantes de los grandes andamiajes filosóficos, olvidando que el propio relato en sí ya encierra toda una concepción filosófica sin recurrir a autores considerados “mayores”: de la lectura de Viaje al centro de la Tierra se desprende toda una lección moral de superación, una filosofía de vida que nos lleva siempre a un paraje desconocido que nuestra mente, nuestro intelecto, debe domeñar y comprender no por la fuerza, sino por el uso de la razón. La profunda vitalidad que emana de esta obra inflama el corazón. Este es el mayor objetivo, el logro absoluto de esta novela: el de mostrarnos la poesía en toda su magnífica desnudez, en toda su inconmensurable belleza.


(Las ilustraciones que acompañan a este comentario de Viaje al centro de la Tierra son obra de Enrique Flores, 4ojos,y fueron publicadas originalmente en la edición de Anaya de esta novela, colección Tus Libros Selección, y se reproducen con permiso del autor.)

Este comentario fue publicado originalmente en el homenaje que la página web Sedice dedicó a Jules Verne.


miércoles, junio 07, 2006

La puerta abierta (1882), de Margaret Oliphant





La puerta abierta (The Open Door, 1882) es uno de los relatos de fantasmas más estremecedores que he leído nunca. Como todo buen cuento, gana cuantas más veces se lee: siempre se descubre algo nuevo. Margaret Oliphant (1828-1897) consiguió que el mismo M. R. James se rindiera ante la fuerza espectral de esta obra sin igual, a la cual el maestro de la ghost story jamás dejó de dedicar los más encendidos elogios.

Aunque aún aparecen las ruinas como epicentro de la acción, escenario heredado de la tradición gótica, este relato resulta plenamente moderno por varios aspectos. El primero de ellos, la forma en que ese escenario gótico es presentado: nos encontramos no ante los restos de una antigua iglesia o mansión señorial, sino los tristes muros semiderruidos de una casa moderna, en concreto el muro y la puerta de acceso del personal de servicio. En principio, nada más prosaico. En segundo lugar, aunque la interpretación fantasmal es la que domina el relato, no se dejan de lado otras posibles interpretaciones, tanto realistas como una de calado fantástico pero alejada por completo de la idea del alma en pena acosada por un hecho trágico de su vida (si bien esta es la que empapa el relato y lo domina). Otro aspecto más podría ser la misma actitud del protagonista, casi un cazafantasmas o descubridor de misterios, solo que aquí obligado por circunstancias personales que lo llevan a actuar de tal forma y no por dedicación.

Un relato extraordinario y difícil de olvidar, imposible también de leer sin sentir de continuo ese familiar estremecimiento que nos indica que el miedo está haciendo acto de presencia.

¡Y la próxima vez, por Cristo, que alguien lo deje entrar!


OLIPHANT, Margaret. La puerta abierta. Traducción de Rafael Díaz Santander. Madrid: Valdemar, 1987. 127 p. ISBN 84-7702-002-7.

viernes, junio 02, 2006

Los siete mensajeros (1942), de Dino Buzzati




Un príncipe parte de su reino en pos de un quimérico sueño. Lleva con él un grupo de mensajeros para mantener contacto con el mundo que queda a sus espaldas.

Creo que el relato de Dino Buzzati (1906-1972) Los siete mensajeros (I sette messaggeri, 1942) es puro símbolo. Algo habitual en la obra del autor italiano, algo esencial en su El desierto de los tártaros (Il deserto dei tartari, 1956). Intentaré explicarme.

Lo primero, la futilidad de la vida. La empresa del príncipe es considerada por todos "un inútil dispendio de los mejores años de la vida". Nuestros proyectos, deseos, ilusiones, son humo.

Segundo, la infancia perdida y su añoranza. El deseo de no perder nunca lo que indefectiblemente ya hemos dejado atrás: "En vano intentaba persuadirme de que las nubes que pasaban por encima de mí eran iguales a aquellas de mi infancia...", piensa el príncipe. Este deseo de que lo pasado permanezca, esté presente en lo que ya no es, es el porqué de los mensajeros. Ellos son su unión con ese pasado perdido pero que así cree recuperar: otra empresa condenada al fracaso de antemano. No son siete hombres a caballo viajando, somos nosotros tratando de no perder nuestro pasado. Por eso, cada día que pasa nos aleja más de él (la tardanza creciente de los mensajeros en regresar), la vejez que nos aleja de la infancia.

Más sobre la futilidad del empeño humano: en Domingo, uno de los mensajeros, se unen varios sentimientos. Él es el último contacto del príncipe con el pasado, el último al que manda hacia atrás, sabiendo que para cuando retorne será tarde. La aceptación de que ya el pasado está perdido, es irrecuperable, pero aún gastamos un último aliento en el esfuerzo por conseguir recuperarlo: "Tú eres el vínculo superviviente con el mundo que antaño también fue mío". Fundamental en estas palabras que el príncipe ya no considere ahora que el mundo de su pasado le pertenece, que es suyo todavía: lo fue hace mucho tiempo. Toma conciencia de la pérdida. Y más sobre la futilidad: manda a Domingo a su empresa aun sabiendo que no lo volverá a ver. Este cumple. Porque es un símbolo. La futilidad de aferrarse al pasado: eso representan los mensajeros.

A partir de aquí, del relato se apodera otro sentimiento. Los cambios acontecidos nos hacen extraños de nuestro propio pasado. Con los años, al príncipe no le preocupa tanto el pasado como lo que está por venir. De ahí que a partir de la marcha de Domingo ya nunca los enviará a hacer el camino de vuelta, sino que los mandará hacia adelante. Quiere que le den noticias de lo que hay más allá. Es la vida: en la mediana edad nos preocupa el pasado, pero con los años nos preocupa más el futuro, la muerte. Por eso espera ahora noticias de más allá, por eso se abre ante él un nuevo confín, un nuevo paisaje desconocido y aún por explorar, por eso es un extranjero. "(...) no es ya la nostalgia por las alegrías abandonadas... es más bien la impaciencia por conocer las tierras ignotas hacia las que me dirijo". Sabe que no volverá porque de este viaje ya no hay retorno, es la muerte, por eso sabe inútil el viaje de Domingo. Los mensajeros van ahora hacia adelante, la esperanza eterna que abriga el corazón humano, eso también son los siete mensajeros.

Así es como yo entiendo este magistral relato de Dino Buzzati.



En: BUZZATI, Dino. Los siete mensajeros y otros relatos. Selección y traducción de Javier Setó. Madrid: Alianza, 1996. 219 p. El libro de bolsillo; 1772. ISBN 84-206-0772-X. Pp. 7-12.